07 marzo, 2016

El filósofo pulidor de lentes

Pilar Benito Olalla

El filósofo holandés de origen judío Baruch Spinoza (1632-1677) se ganaba la vida puliendo lentes destinadas a la fabricación de instrumentos ópticos. No vivió de impartir clases; incluso rechazó el ofrecimiento de una plaza en la Universidad de Heidelberg a cambio de conservar la libertad de su verbo rebelde. Tampoco dependió su economía de la publicación de sus obras: apenas solo dos de sus libros vieron la luz en vida del autor, Principios de filosofía de Descartes. Pensamientos metafísicos (1663), con su nombre, y Tratado teológico-político (1670), anónimo. El primero era una exposición crítica de la teoría de Descartes; el segundo, una lúcida y demoledora exégesis bíblica, que cuestionaba una de «las ilusiones» más arraigadas del ser humano, la religión. El sello inequívoco de Spinoza como autor lo confería una mezcla misteriosa de inteligencia brillante y acerada junto con una profunda originalidad e insólita rebeldía frente a la tradición: lo que Antonio Negri ha denominado «la anomalía salvaje». La obra arquetípica del filósofo holandés, Ética demostrada según el orden geométrico, tuvo que esperar hasta su muerte para ser publicada; pero esas cautelas propias de la época ahora no cuentan, porque los ecos de sus ideas siguen resonando en la actualidad con gran fuerza y colonizando nuevos territorios del pensamiento: así, el interés y reivindicación de las aportaciones de Spinoza a la teoría de los afectos por parte del neurocientífico Antonio Damasio (Looking for Spinoza, 2003).

La influencia de Spinoza ha sido notoria en la historia de la filosofía (metafísica, política, ética), pero resulta un fenómeno sorprendente que este autor fuera silenciado durante mucho tiempo, o leído a hurtadillas y de modo parcial, hasta llegar, en cambio, a la espléndida salud de que gozan en la actualidad los estudios spinozistas y las sociedades dedicadas a esa labor. Spinoza siempre fue un pensador independiente y se mantuvo incólume ante cualquier tipo de oposición externa: la severa excomunión de la comunidad judía de Ámsterdam a la que pertenecía, o las duras críticas de calvinistas y cartesianos. Y él nunca se adhirió a ninguna «iglesia», sino que permaneció libre y fiel a su «círculo de amigos» –feliz expresión de uno de los grandes y tempranos estudiosos spinozistas, Meinsma (Spinoza en zijn kring, 1896). Ese círculo lo formaban personas de mentalidad abierta, fuertemente atraídas por la personalidad del filósofo judío y por el carácter deslumbrante de sus ideas.

Un hecho añadido más a la peculiaridad del llamado «fenómeno Spinoza» fue precisamente su ocupación en un trabajo artesanal: el ya señalado pulido de lentes. Esta tarea le permitió afianzar su humilde sustento, al que colaboró uno de sus amigos más fervientes, Simon Joosten de Vries, con una generosa pensión de 500 florines que Spinoza aceptó finalmente, pero rebajada por él mismo a unos módicos 300 y solo después de la muerte de Simon. Gracias al oficio como pulidor de lentes, pudo también poner en práctica su marcado interés por la ciencia.


En el siglo XVII europeo, la revolución científica y filosófica estaba dando innumerables frutos, desde Galileo a Descartes, y abriendo campos insospechados para la curiosidad humana y el poder del hombre sobre la naturaleza. La modernidad acababa de emerger, y con ella la gestación de todas las consecuencias que vinieron después: algunas extraordinarias y otras no tan deseables. Spinoza no era ajeno a este ambiente de vital renovación y avances científicos, a pesar de un relativo aislamiento, necesario para su pensar, en los diversos lugares de Holanda donde vivió: desde las ciudades de Ámsterdam o La Haya, hasta villas más pequeñas como Rijnsburg o Voorburg. Así lo prueba su amistad con la familia Huygens: con Christiaan –el afamado físico y óptico dotado de gran habilidad para pulir lentes– y especialmente con su hermano Constantijn, con el que la relación fue mucho más cercana; este último también era pulidor y colaboró con Christiaan en la construcción de potentes telescopios que corregían en mucho la aberración cromática. La correspondencia de Spinoza constituye un rico material que refleja no solo la gestación de sus obras o las discusiones filosóficas con amigos y enemigos sino también su curiosidad científica y sus escarceos experimentales; un claro ejemplo lo constituye la relación intermitente con el célebre diplomático Henry Oldenburg, secretario de la recién fundada Royal Society of London. Curiosamente, en el intercambio epistolar con Oldenburg, que en ocasiones oficia como intermediario de Spinoza con otros científicos del momento, se trata del experimento del químico Robert Boyle sobre las transformaciones del nitro o salitre (nitrato potásico), y de las observaciones detalladas que Spinoza le transmite a Oldenburg a raíz de su propia experiencia: el filósofo también había efectuado el mismo experimento y algunos más, concluyendo otros resultados, que se basaban en una interpretación mecánica y no química. Todo ello pone de relieve la gran atracción que Spinoza sentía por las ciencias.

En este sentido, las cuestiones inmediatas que surgen son las siguientes: ¿Por qué Spinoza eligió un oficio, y en concreto, el de pulidor de lentes? ¿Qué conocimientos ópticos aportó? ¿Por qué ese interés de un filósofo racionalista, aunque a su manera y no fiel a Descartes, por la óptica? ¿Cómo se plasmó en su filosofía su peculiar mirada óptica?

La búsqueda de un oficio

La expulsión de la comunidad judía fuerza a Spinoza a dejar la empresa familiar de comercio (Bento y Gabriel Despinoza) fundada a la muerte de su padre, de la que había estado a cargo hasta los 23 años junto a su hermano Gabriel, y desempeñando su cometido con gran eficacia. El abandono de parientes y amigos judíos (a raíz de la excomunión quedaba prohibido cualquier trato con él) lo conduce irremisiblemente a aprender un oficio, siguiendo en esto quizás uno de los preceptos del Talmud que imponía el ejercicio de un trabajo manual junto a la labor intelectual; y el oficio elegido fue el de pulir vidrios ópticos para gafas, microscopios y teles­copios. La maestría conseguida por el filósofo en esta tarea fue elogiada por sus propios coetáneos. Así, un gran amigo suyo como Jarig Jelles comenta en el prefacio a la edición de su Opera póstuma de 1677: «Aparte de la dedicación habitual a las ciencias, se ejercitó especialmente en la óptica y en pulimentar microscopios y telescopios, y demostró en ello tal pericia que, si la muerte no nos lo hubiera arrebatado, cabría haber esperado de él mayores logros» (Domínguez, 1995: 46). También Christiaan Huygens, quien en una de sus cartas afirma: «Siempre me recuerdo de las [lentes] que el Judío de Voorburg tenía en sus microscopios, que tenían un pulimento admirable, aunque no se extendía por todo el cristal» (Domínguez, 1995: 193), dicho, por otro lado, con cierto desdén hacia la clase social de Spinoza. Incluso Leibniz le escribe a fin de intercambiar opiniones sobre óptica (Spinoza, 1988: 294-295):

Entre los demás elogios que la fama ha divulgado sobre usted, opino que está también su extraordinaria pericia en asuntos de óptica. Este es el motivo de que yo quisiera enviarle a usted cualquier ensayo mío, ya que difícilmente encontraría mejor censor en este género de estudios.

Otra prueba añadida de su destreza artesanal la proporciona el hecho de que sus lentes alcanzaron un buen precio a su muerte, cuando se subastaron públicamente sus bienes a fin de saldar las deudas pendientes, según cuenta Johannes Colerus en su Breve, pero fidedigna biografía de Benedictus de Spinoza, de 1705. Entre esos bienes, además de sus preciados libros y objetos personales, se encontraban también los instrumentos propios de su oficio: un molino de pulir y los utensilios correspondientes, catalejos, incluso un telescopio aunque inservible. Lo importante es que este trabajo le dejaba tiempo para sus meditaciones y propiciaba un campo práctico idóneo de cara a sus intereses científicos en el ámbito de la óptica, además de entrenar las virtudes filosóficas de la paciencia y la precisión.

La fascinación por la luz en el siglo XVII

Holanda era a la sazón un país pionero y a la cabeza de Europa en los estudios ópticos y sus aplicaciones experimentales, plasmadas en la invención y perfeccionamiento de instrumentos cruciales para la historia de la ciencia, como el microscopio o el telescopio. El microscopio probablemente fue construido hacia finales del siglo xvi o principios del xvii por el holandés Zacharias Janssen, el cual combinó dos lentes cóncavas con otras dos convexas y creó un microscopio compuesto; aunque no hay total certidumbre respecto al origen preciso de este invento. Un mayor alcance de observación en este campo lo logró Anton van Leeuwenhoek (1632-1723), comerciante de Delft considerado tradicionalmente como el inventor del microscopio simple y también padre de la microbiología como descubridor de los microorganismos. Leeuwenhoek consiguió que una sola lente sirviera como microscopio, al cortarla con un foco corto, y gracias a un magnífico pulido de lentes simples casi esféricas, montadas sobre oro o plata, construyó numerosos microscopios de notable aumento (hasta 300 veces), guardando siempre en secreto su peculiar fabricación. Aplicó el invento a la entomología y a la observación de las plantas y del cuerpo humano. El telescopio, también de invención incierta, es atribuido al pulidor de lentes alemán afincado en Holanda Hans Lippershey (1570-1619), aunque la resonancia científica plena la adquirió con Galileo.

Holanda, ese país de la luz tamizada por el agua, desplegaba su radiación poliédrica no solo en la ciencia, sino también en la pintura: Rembrandt, Vermeer, entre los nombres más señeros de un amplio elenco de pintores de la luz del paisaje, las ciudades, las casas, la vida hogareña y las gentes holandesas. Un estado, también garante de ciertas libertades, que constituía un oasis de tolerancia y prosperidad en medio de una Europa oscura, desangrada por las guerras de religión, y en el que se refugiaban filósofos, científicos, buscando un espacio de tranquilidad para la creación (Descartes, como ejemplo más significativo).

El interés por la luz en el siglo XVII se manifestaba por doquier –no solo en Holanda, sino por toda Europa– y la ciencia y la filosofía se hallaban tocadas por la mirada óptica; baste un somero repaso de algunas obras científicas del momento: Kepler (Ad Vitellionem paralipomena, quibus astronomiae pars optica, 1604), Descartes(Dióptrica, 1637), Hobbes (Tractatus opticus, 1644), James Gregory (Optica promota, 1663), Robert Hooke (Micrographia, 1665), Francesco Maria Grimaldi (Physico-mathesis de lumine, coloribus et iride, 1665), Christiaan Huygens (Traité de la lumière, 1690), y la culminación de todo ello al alborear un nuevo siglo en una obra fundamental de Newton (Opticks, 1704). Los intereses comunes de aquellas investigaciones se centraban en el estudio de la composición de la luz, sus mecanismos de propagación, el fenómeno de la refracción y la naturaleza del color, sin olvidar sus aplicaciones prácticas. El periplo de los tanteos de estos autores para aprehender la luz y sus propiedades resulta un episodio muy atractivo de la historia de la ciencia: desde la apuesta de Descartes por una propagación de la luz debida a la presión que se transmite desde una fuente emisora entre las partículas del éter, o la teoría de Huygens sobre las pulsaciones concéntricas que se expanden de manera progresiva (culminación del modelo ondulatorio), hasta la novedosa teoría corpuscular de Newton. El abrumador éxito de Newton con su explicación sobre la conexión entre los colores y los grados de refracción merced a su famoso experimento crucial con dos prismas trajo como consecuencia una fuerte matematización de la óptica geométrica, y de esta manera las matemáticas prosiguieron con su imparable avance de colonizar la física. Aunque habría que esperar al siglo xix para constatar la superioridad de Huygens sobre Newton respecto a la explicación del fenómeno de la doble refracción del espato de Islandia. El misterio de la luz y los colores seguiría siendo objeto de fascinación y de estudio para literatos y filósofos: recordemos a Goethe y Schopenhauer, con sus sendas y complementarias teorías del color, aun con matices bien diferenciados.


A la derecha, dibujo hecho por el propio Spinoza que aparece en una carta suya a Johannes Hudde. El dibujo va unido a una serie de cálculos matemáticos de Spinoza en torno a la refracción de las lentes: considera las lentes convexo-planas más útiles que las convexo-cóncavas, porque en aquellas la aberración de esfericidad es menor.

A la izquierda, dibujo de Spinoza que aparece en una carta suya a Jarig Jelles con fecha de 3 de marzo de 1667 y donde Spinoza critica la teoría acerca de la visión que ofrece Descartes en su Dióptrica. Spinoza defiende la preferencia por el círculo ante otras figuras como la elipse o la hipérbola, no así Descartes, que prefería las lentes hiperbólicas. Spinoza lo explicaba así en la carta: «Porque, como el círculo es el mismo por doquier, tiene por doquier las mismas propiedades. Si, por ejemplo, el círculo ABCD posee la propiedad de que todos los rayos paralelos al eje AB, que proceden de la parte A, se refractan sobre su superficie, de suerte que confluyan después todos ellos en el punto B, también todos los rayos paralelos al eje CD, que proceden de la parte C, se refractarán sobre la superficie, de forma que confluyan todos en el punto D. Esto no se puede afirmar de ninguna otra figura, aunque las hipérbolas y las elipses poseen infinitos diámetros» (Spinoza, 1988: 262).

La curiosidad científica de Spinoza en el campo de la óptica

Spinoza no era un teórico de la ciencia óptica, aunque se le haya atribuido en ocasiones y no sin cierta polémica un Cálculo algebraico del arco iris, publicado anónimamente en 1687 y que, en realidad, es de autoría desconocida. En cambio, las referencias en sus cartas a ese campo científico son numerosas y muestran un gran conocimiento práctico vinculado a su actividad profesional y a su curiosidad intelectual, que implicaba también la aplicación del microscopio y del telescopio en sus observaciones. Precisamente en el corto intercambio epistolar con Leibniz, la comunicación –iniciada a instancias del filósofo alemán– tiene como motivo comentar los avances del momento en la óptica, y Spinoza no duda en explicar a su interlocutor una posible solución al asunto de la variación del punto mecánico en la refracción, además de mencionar a otros autores coetáneos interesados en este campo, como Francisco Lana. El fuerte interés de Spinoza por este ámbito científico y su conocimiento actualizado también se reflejan en la intensa y abundante correspondencia con Oldenburg: en ella hay referencias indirectas al libro de Hooke, Micrographia, a un tratado de Boyle sobre los colores, a las conversaciones que el propio Spinoza mantuvo con Christiaan Huygens acerca de microscopios, telescopios y ciertas observaciones astronómicas hechas desde Italia de los eclipses de Júpiter, o las efectuadas por el propio Huygens del anillo de Saturno (recordemos que él había descubierto la luna Titán), o sobre un nuevo libro de este último (Dióptrica) –todavía en gestación– en el que abordaría el problema de la posición adecuada de las lentes en los telescopios con objeto de paliar errores vinculados a la refracción. Las cuestiones técnicas del pulido de lentes también aparecen como elemento epistolar; así Spinoza confiesa a Oldenburg que su pulido manual es mucho más eficaz que el pulido que realiza Huygens con una máquina: «Ya que la experiencia me enseñó a pulir a mano lentes esféricas con más seguridad y perfección que con cualquier máquina» (Spinoza, 1988: 239). Incluso se atreve Spinoza con algunos cálculos matemáticos, tal y como se muestra en una carta a Johannes Hudde, médico y óptico aficionado, a quien acude en busca de consejo, ya que va a encargar «una nueva escudilla para pulir vidrios» (Spinoza, 1988: 253); en esta misiva Spinoza efectúa sus cálculos en relación con la refracción de las lentes convexo-cóncavas (que le gustan menos y refractan más que las lentes convexo-planas), y resultan correctos, aunque no contara con el grosor de las lentes (Spinoza, 1988: 255). Y por supuesto, Spinoza, el filósofo más radical de su tiempo, que había asimilado de modo sui géneris y criticado las teorías cartesianas, yendo más allá de Descartes, también ofrece su opinión crítica acerca de la obra del filósofo francés, Dióptrica, y, en concreto, sobre la teoría cartesiana de la visión. De este modo se explaya al respecto en una carta de respuesta a su amigo Jarig Jelles, que no era óptico pero sí se hallaba imbuido de prurito científico y filosófico (Spinoza, 1988: 261-262):

He visto y he leído sus observaciones a la Dióptrica de Descartes. Este considera que la única causa por la cual las imágenes que se forman en el fondo del ojo son mayores o menores, consiste en el cruce de los rayos que proceden de los distintos puntos del objeto, es decir, en que comiencen a cruzarse más lejos o más cerca del ojo. Por tanto, no tiene en cuenta la magnitud del ángulo que forman esos rayos, cuando se cruzan en la superficie del ojo. Y, aunque esta última causa es la principal que hay que señalar en los telescopios, parece que él quiso pasarla en silencio. Sospecho que no conocía ningún medio de reunir aquellos rayos paralelos, que proceden de los distintos puntos del objeto, en otros tantos puntos: por eso no logró determinar matemáticamente dicho ángulo.

Quizá lo pasó en silencio a fin de no preferir nunca el círculo a otras figuras por él introducidas. Pues no cabe duda de que, en este asunto, el círculo supera a todas las demás figuras que se puedan encontrar.

Spinoza mantendrá siempre este afán investigador propio de una mente abierta e inquisitiva. Cabe señalar como curiosidad que unos meses antes de su muerte, en la penúltima carta conservada, que data de julio de 1676 y dirigida al conde alemán Tschirnhaus, seguía atento a los nuevos estudios acerca de la refracción.

Dibujo realizado por Spinoza que aparece en una carta suya a Jarig Jelles con fecha de 25 de marzo de 1667, inmediatamente posterior a la carta del dibujo de la página anterior. En ella continúa con la idea que acaba de desarrollar acerca de la figura circular. Spinoza adjunta el dibujo del ojo humano para demostrar «que el ángulo, que forman en la superficie del ojo los rayos procedentes de distintos puntos, es mayor o menor según que los focos difieran más o menos, […]» (Spinoza, 1988: 267).

El método filosófico de Spinoza: geométrico y óptico

El interés de Spinoza por la óptica revelaba un intenso propósito científico y filosófico, y no solo iba unido a la práctica de un oficio manual con que procurarse el sustento. Se ha subrayado en ocasiones la relación entre su trabajo como pulidor de lentes y su método filosófico. La urdimbre entre vida y obra que se da en Spinoza alcanza el punto focal en su doble tarea como pulidor: manual de lentes, e intelectual de conceptos cuya piedra preciosa es la Ética. De esta manera, para Gilles Deleuze –uno de los grandes estudiosos del filósofo judío– el método geométrico (more geometrico) es también un método «óptico» en el plano del conocimiento, un modo continuo de rectificar las imágenes, las pasiones o las ideas confusas e inadecuadas –producto de la imaginación– por ideas adecuadas, fruto del proceder correctivo pero provisional de la razón (Deleuze, 1984: 22):


El método geométrico no es ya un método de exposición intelectual, ya no se trata de una ponencia profesoral, sino de un método de invención. Se convierte en un método de rectificación vital y óptica. Si el hombre está de alguna manera torcido, este efecto de torsión será rectificado refiriéndolo a sus causas more geometrico. Esta geometría óptica atraviesa toda la Ética. […] Hay que comprender en conjunto el método geométrico, la profesión de pulir anteojos y la vida de Spinoza. Pues Spinoza es de la estirpe de los vivientes-videntes. Él dice con precisión que las demostraciones son los «ojos del espíritu». Se trata del tercer ojo, del que permite ver la vida más allá de todas las apariencias falsas, las pasiones y las muertes.

Los estudios científicos y los descubrimientos ópticos de la época repercutían sobre una nueva concepción de la visión en la filosofía moderna, en el racionalismo, en la que se destacaba el carácter subjetivo, imaginativo o aparente de las imágenes sensibles. Sin embargo, y a pesar de participar Spinoza de la corriente racionalista, el filósofo holandés defendía el carácter natural de la génesis imaginativa, sujeta a las mismas leyes naturales que operaban sobre la producción del pensamiento racional; sostenía que ambas son efecto de la potencia generadora de la naturaleza, esa substancia infinita (Deus sive Natura), que constituye el eje de todo el sistema spinoziano. La tarea de la razón –según Spinoza– consistirá en transformar la visión inadecuada de la imaginación, de las pasiones (denominadas por él «afectos pasivos», «tristes») en una visión más amplia y potente que nos ofrezca un mayor despliegue de nuestra potencia, de nuestro conatus (deseo de perseverar en la propia existencia), una visión basada en «afectos activos» unidos a la alegría. Y eso se logrará en virtud de los dos niveles de conocimiento más potentes: la razón y la anhelada ciencia intuitiva; aunque nunca la razón conseguirá neutralizar por completo el modo de proceder de la imaginación, tan natural y real como aquella.

Su oficio manual, paciente, preciso, proporcionó a Spinoza un valioso tiempo para meditar sobre las cuestiones filosóficas que le interesaban, así como elementos científicos de índole práctica que se reflejaron en la metodología de su pensamiento. También, por desgracia, ese trabajo pudo adelantar el momento de su muerte, ya que el polvillo de cristal producto del pulido quedaría adherido a sus pulmones, aquejados desde su más temprana juventud por la dolencia respiratoria de la tuberculosis que lo condujo a su final un 21 de febrero de 1677. La brillantez de sus ideas, su rebeldía y la potente radiación de su vida honesta no han dejado de atraer desde entonces.

Fuente: Mètode 73, primavera 2012. http://metode.cat/es/Revistas/Articulo/El-filosof-polidor-de-lents

Bibliografía

Damasio, A., 2006. En busca de Spinoza. Neurobiología de la emoción y los sentimientos. Crítica. Barcelona.
Deleuze, G., 1984. Spinoza: Filosofía práctica. Tusquets Editores. Barcelona.
Domínguez, A. (comp.), 1995. Biografías de Spinoza. Alianza. Madrid.
Meinsma, K. O., 2006. Spinoza et son cercle. Vrin. París.
Nadler, S., 2004. Spinoza. Acento editorial. Madrid.
Negri, A., 1993. La anomalía salvaje. Ensayo sobre poder y potencia en B. Spinoza, Anthropos. Barcelona.
Spinoza, B., 1988. Correspondencia. Alianza. Madrid.
Spinoza, B., 1990. Tratado breve. Alianza. Madrid. En esta edición se incluye como apéndice documental el escrito Cálculo algebraico del arcoiris (anónimo).
Spinoza, B., 2007. Ética demostrada según el orden geométrico. Tecnos. Madrid.

No hay comentarios.: